Imagínense por un
instante a una madre o padre de familia
realizando una cola de dos o tres horas para poder hacerse de algún producto de
primera necesidad o artículo de uso personal u hogareño en medio del caos de
escasez que ha generado el desgobierno.
Véanlo en su
mente, allí en medio del sol. Que su imaginación trace la escena de esa persona
que puede ser usted, algún familiar o amigo, obsérvelo allí en esa cola,
delante de él no menos de unas 50 personas también ansiosos por comprar ese
producto, cualquier que le venga a la mente puede ser válido, que le hace falta
en su vacía dispensa hogareña.
Esa persona que
usted se imaginó tiene pensamientos en la vida real. Mientras pierde tiempo en
esa cola kilométrica le vienen a su razonamiento varias inquietudes que le
martillan la cabeza sin cesar.
¿Quién hace la
tarea con mi hijo cuando estoy en la cola? ¿Quién aconseja a mi hijo cuando
estoy en la cola? Y al final he dejado la interrogante más preocupante de
todas: ¿Con quién se juntará mi hijo mientras estoy haciendo la cola de la
harina, café, leche o mantequilla?
Los efectos de la
escasez y el desabastecimiento no sólo dañan el poder adquisitivo del pueblo,
no sólo genera un malestar social que va en incremento día a día, sino que a
raíz de la realidad económica se obliga a los padres y madres a dedicar más
tiempo en la búsqueda de comida, mientras pierde oportunidades para estar en
familia.
La escasez, aunque
no se diga tanto, perjudica la base de nuestra sociedad, es decir, corroe la
estabilidad anímica e interpersonal del núcleo familiar, profundizando un
desarraigo de valores, principios y empatía.
Las colas no solo
nos hacen más violentos, debido a la frenética búsqueda de alimentos
escaseados, sino que además repercute en la articulación y el sano
desenvolvimiento familiar.
Sencillamente las
colas, como llana expresión tangible del caos económico nacional, son parte de
los flagelos que en la sociedad actual atenta contra la organización familiar y
el valor de ésta en la construcción de una sociedad más humana, solidaria y
activa.
Las autoridades
tienen el deber moral y legal de colocarle, como dicen en mi pueblo, “un parao”
a esta situación que tiende a incrementarse y a ir carcomiendo las bases mismas
de nuestra nación.
El régimen está en
la obligación de reactivar el aparato productivo nacional al costo que sea,
porque ninguno será más grande que las consecuencias sociales que se están
sembrando gracias al desastre ocasionado por las prácticas incorrectas de la
administración nacional.
El daño económico
es grande, no obstante el daño social es incalculable. Hoy gracias a la
escasez, la carencia de empleo, la inflación, el desabastecimiento y la
inseguridad, el venezolano ha tenido que tomar actitudes socialmente
peligrosas.
Gracias a las
erróneas acciones gubernamentales los venezolanos han tenido que tornarse más
agresivos en la búsqueda de sobrevivencia, cual ley de la selva.
El pueblo ha
tenido que hacer malabares y agotar el tiempo de descanso, formación,
recreación y crecimiento familiar para matar tigritos y así hacer rendir el
flaco sueldo.
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